El fuego arrasa nuestros campos abandonados por falta de productividad de un sector, el agrícola, en ruinas y prácticamente exterminado.
A nadie le ha importado lo más mínimo la penosa realidad de nuestra agricultura. Sólo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena. Desde hace décadas los agricultores y ganaderos de la Sierra, el Andévalo o la Cuenca Minera han tenido que abandonar sus fincas por no poder vivir de ellas, y han tenido que buscar trabajo allá donde han podido, habitualmente fuera de esas comarcas más rurales, huyendo a ciudades como Huelva a Sevilla, o pueblos de la costa.
Hoy nos gastamos cientos de miles de euros en un PLAN INFOCA que es magnífico, único en Europa, pero no gastamos ni un duro en que la gente del campo se mantenga en el campo. Las fincas se abandonan porque el beneficio se lo reparten distribuidores, manufactureras y cadenas de distribución, pero al productor se le da una simple limosna que no le permite ni seguir produciendo, mal viviendo, hasta asfixiarlo, hasta que renuncia a su vida, a su historia, a sus recuerdos, a todo. Penoso.
Ahora están de moda términos como la “España Vaciada”, pero la efectividad es nula, las políticas están tan vacías como su propio nombre, como las explotaciones que hace 40 o 50 años daban vida y seguridad a nuestros territorios.
Antaño, era raro ver un cortijo abandonado, una finca desatendida o con altos grados de peligrosidad por la existencia de grandes “manchas”. La crisis de los precios y una vida extremadamente sacrificada, trabajando de sol a sol todos los días del año, han dado al traste con todo aquello.
Gente de campo, que sabía cómo vivir del campo y como cuidar de él, la siembra, el ganado, el trato, la solidaridad, la vocación, la tradición… todo se ha perdido. ¡Claro que había incendios en esos años!, pero al más mínimo indicio, se juntaban todos los vecinos y en pocas horas estaba apagado, no había tampoco demasiado que quemar, el ganado mantenía todo limpio. Con la leña seca se hacía carbón para el invierno, se comía y se vivía del campo, y cada núcleo de población tenía el sustento principal garantizado en su propio territorio. El equilibrio entre la productividad y el ecosistema estaba garantizado.
En estas últimas décadas todo se ha ido al infierno, nunca mejor dicho. Un ganadero cría un cordero, durante meses da de comer a su madre, y por él le pagan unos escasos 30 euros, para venderse después en el mercado por más de 200 €; y lo más cruel, lo mismo se vende en el gran supermercado del mismo pueblo, a tan solo unos metros de distancia.
Se habla de una nueva revolución social, a través del 5G. Los «ingenieros», «diseñadores» y no se cuantos más podrán venir a vivir a las zonas rurales, la conexión será brutal. Ojalá, pero mientras el pequeño productor tenga que vender sus productos a las grandes superficies, seguiremos comiendo cordero del “super” a 200 euros, si es que queda alguien para criarlos, claro, y nos asustaremos cuando veamos un fuego que tarda en apagarse más de una semana.
Causa y efecto, siempre ha sido así. Los daños colaterales de la modernidad a veces son demasiado costosos, pero es mejor seguir sin hacer absolutamente nada, mientras tengamos una buena conexión wiffi, Amazon Prime, teléfonos super inteligentes, robots para todo, etc etc etc… aunque quizás nos falte eso si, porque no queden, atardeceres mágicos en el cerro de San Cristobal.